La zona de confort no existe, es un invento.
Realmente el concepto ‘zona de confort’ es una idea muy socorrida, para tratar de explicar conductas de personas a las que les desagradan notablemente los cambios o manifiestan comportamientos muy inmovilistas. La zona de confort sería algo parecido a una burbuja imaginaria que nos protege de las inclemencias del tiempo y de las actuaciones de las personas, como un útero materno, ni más ni menos.
Pero el ser humano está programado para vivir en un mundo de incertidumbres, donde los imprevistos forman parte esencial de la normalidad. El cerebro humano es el de un cazador y recolector que vive en peligro constante, afectado por la climatología y los otros depredadores y que tiene que adaptarse a cualquier circunstancia y en cualquier momento. Esa capacidad de adaptación es la clave de su éxito. Como dijo Charles Darwin hace casi dos siglos, no sobreviven los más fuertes ni los más inteligentes, sino los que mejor se adaptan al medio.
Aunque hace ya mucho tiempo que el ser humano abandonó las sabanas, y que es bastante poco probable que un depredador nos ataque, la idea de incertidumbre se mantiene inalterable: ahí están las guerras, los ataques terroristas, los accidentes, las enfermedades, etc. Hoy en día puede ser tan dañino un ERE o el cierre de una empresa, como hace milenios era el ataque de un animal hambriento.
Lo más parecido que ha existido y existe a la zona de confort es el refugio, el hogar. El lugar de retiro donde el ser humano se refugia (y refugiaba) para pasar la noche y descansar protegido de ataques o accidentes. Este refugio sigue existiendo y tiene el sentido biológico de hacer descansar al cerebro y al cuerpo, que lo necesitan diariamente. Reponer fuerzas es el sentido.
Si la zona de confort es un lugar para reponer fuerzas, lo compramos. Si la zona de confort es una burbuja, no, porque mientras alguien está dentro de la burbuja, el mundo sigue vivo. Por decirlo de un modo directo (y quizás algo agresivo), quién está en la burbuja acaba siendo un inadaptado. De ahí que la zona de confort no es más que un espacio de inadaptados y temerosos.
El estado de zona de confort se asemeja a quién está pegado a su silla y lo más cerca posible de un rincón, para que no le afecten las corrientes de aire ni los daños colaterales que puedan salpicar por los pasillos. La zona de confort es una espacio inútil.
La actitud es pensar que no existe ningún lugar que se llame zona de confort, excepto el hogar de cada uno cuando ha acabado su trabajo: un sofá, una cama, las personas que importan, etc. Es un espacio temporal, que sirve para regenerarse física y emocionalmente, para lamer las heridas y recuperarse de los fracasos o para celebrar los logros y los éxitos. Pero no es un estado mental. Y si lo fuera sería el peor lugar, el menos indicado por ineficaz y absurdo.
La zona de confort tiene sentido si todas las mañanas salimos de ella para dirigirnos al trabajo y volvemos a ella por la tarde para ponernos a punto para el siguiente día.